Un muchacho pobre, de alrededor de doce años, vestido y calzado de forma humilde, entró en una tienda, eligió un jabón común y le pidió al propietario que se lo envolviera para regalo.
– «Es para mi madre», dijo con orgullo.
El dueño de la tienda se conmovió ante la sencillez de aquel regalo, miró con piedad a su joven cliente y, sintiendo una gran compasión, tuvo ganas de ayudarlo.
Pensó que podría envolver, junto con el jabón tan sencillo, algún artículo más significativo; sin embargo, estaba indeciso: miraba al muchacho, miraba los artículos que tenía en su tienda, pero no se decidía.
¿Debía hacerlo o no? El corazón decía que sí, pero la mente le decía que no.
El muchacho, notando la indecisión del hombre, pensó que estuviera dudando de su capacidad de pagar. Llevó la mano al bolsillo, retiró las moneditas que tenía y las puso en el mostrador.
En la mente del tendero continuaba el conflicto mental, ya había concluido que, si el muchacho pudiera, le compraría algo mucho mejor a su madre.
Entonces el tendero recordó a su propia madre, había sido pobre y muchas veces en su infancia y adolescencia también había deseado regalarle algo a su madre, cuando consiguió empleo ella ya había partido hacia el mundo espiritual.
El muchacho con aquel gesto estaba tocando lo más profundo de sus sentimientos.
Del otro lado del mostrador el chico empezó a ponerse ansioso.
En el campo de la emoción dos sentimientos se entrecruzaban: la compasión del hombre y la desconfianza por parte del muchacho. Impaciente, el muchacho le preguntó:
– «¿Señor, falta algo?»
– «No», contestó el propietario de la tienda. «Es que de repente recordé a mi madre, ella se murió cuando yo todavía era muy joven y siempre quise darle un regalo, pero, desempleado, nunca logré comprar nada.»
Con la espontaneidad de sus doce años, el muchacho le preguntó:
– «¿Ni un jabón?»
El hombre se calló. Envolvió el sencillo jabón con el mejor papel que tenía en la tienda, le puso una hermosa cinta de colores y se despidió del cliente sin hacer ningún comentario más.
A solas, se puso a pensar. ¿Cómo nunca se le había ocurrido darle algo pequeño y sencillo a su madre? Siempre había pensado que un regalo tenía que ser algo significativo, tanto que, minutos antes, sintiera piedad de la humilde compra y había pensado en mejorar el regalo adquirido.
Conmovido, entendió que ese día había recibido una gran lección.
Junto al jabón del muchachito, lo acompañaba algo mucho más importante y grandioso, el mejor de todos los obsequios:
SU AMOR. NO IMPORTA EL REGALO SINO EL AMOR CON QUE SE DA.